Siempre se ha dicho que el juego, resulta peligroso, sin embargo, que divertido y placentero puede llegar a ser.
Era la primera vez. Nervioso pero expectante se acercó a la mesa, observó a los jugadores, todos parecían concentrados, fríos e inmutables. Sus manos sostenían las cartas con firmeza.
“Que seguridad”, pensó, los nervios comenzaron a jugarle una mala pasada y todo su temple se desmoronó, le pareció que aquella primera impresión había resultado premonitoria y comenzó a darse la vuelta, pero entonces, le vio.
El Gran Maestro, aquella a la que nunca habían vencido, la Leyenda.
Desde el primer momento sus ojos fueron cautivados por la figura hermética e inalcanzable, una imagen, cuya confianza impresionaba, dominando por completo la partida e incluso todo el entorno restante. Tranquila y serena realizaba sus jugadas maestras mientras los demás contrincantes caían de uno en uno. Impasible.
El Maestro reparó en él.
-¿Quieres jugar?”-, le preguntó.
No fue capaz de rechazarle, su embrujo le embargó, dándose cuenta de pronto que estaba sentado.
La partida comenzó, las cartas se sucedían, resultaba sencillo aclimatarse a aquella atmósfera, era divertido, empezó a sentirse cómodo, ganando terreno su confianza. Consideraba que su instinto no fallaba, había algo en él que los demás no poseían, al fin y al cabo, era la primera vez, y estaba sentado en la mesa del maestro.
Se sentía satisfecho, continuaba jugando, el número de participantes cada vez era menor. Algunos, perdían, otros, simplemente, no querían seguir jugando, derrotados ante el implacable Maestro, asumían el abandono a tiempo. Hasta que por fin quedaron los dos, frente a frente.
“Si consigo ganar esta partida seré el mejor” pensó. Sus manos sudaban, los nervios comenzaban a traicionarle, el maestro en cambio continuaba serena observándole.
La jugada llegó, “Increíble, con esta mano no puedo perder”, no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa de triunfo.
Destapo sus cartas, satisfecho y plenamente convencido de su conquista, miro a la Leyenda, pensando en cómo asumiría la derrota frente a un principiante, y le sorprendió. “¿Porque sonríe?”.
Poco a poco las cartas del maestro fueron apareciendo. “No puede ser, me ha ganado, pero si yo creía…..”. Se levantó de la mesa y empujo esta con todas sus fuerzas. “Maldita sea”.
El enfado era monumental, cartas y mesa por los suelos acompañadas de algunas sillas volteadas, pero el maestro, continuaba sonriendo, estoica, sin inmutarse.
El enojo desapareció, las sillas volvieron a su posición, las cartas de nuevo sobre una mesa y la sonrisa del maestro fue correspondida.
-¿Quieres aprender?-, dijo el Maestro.
-Claro-, respondió el Aprendiz.
Y la pira comenzó a arder.