miércoles, 20 de julio de 2011

CAPÍTULO TRES

ÍNDICE
 


Solrac.
Al principio su interés se ceñía a un simple conocimiento de la otra estirpe, curiosidad del demonio por observar, comprender a la otra raza, descubrir el porqué de aquel odio mutuo, basado quizás en antiguas rencillas que a lo largo del tiempo se habían convertido en horrores perpetrados los unos sobre los otros, probablemente todo se limitaba a una lucha de poder, superioridad.
Ella sabía de las disputas, constantes guerras, asesinatos, mutilaciones que los demonios originaban en sus congéneres, pero también veía el otro lado, lo que los supuestos buenos realizaban, exactamente lo mismo, en las guerras nunca hay un lado bueno. Confiaba en que la sabiduría añadida que los demonios poseían, pudiera paliar aquello, sin embargo resultaba harto difícil, los humanos siempre ven el mal en el resto, nunca dentro de si mismos, es siempre más fácil echar la culpa al vecino.
Solrac, era una de esos individuos que ya se preguntaba si realmente aquello merecía la pena. Hastiado de tanta lucha sin sentido, había superado la primera respuesta que un demonio tenía hacia un humano y consideraba la existencia de otras vías antes de llegar a un ataque. Por eso fue a ella, por eso quiso relacionarse con ella, para saber si el entendimiento era posible.
Los dos consiguieron sus propósitos, el uno respondió las preguntas del otro.
Solrac, pudo comprobar que la comprensión era posible, al menos, con un individuo de la otra raza, un tanto peculiar, pues al fin y al cabo era una desterrada, pero seguro habría muchos más como ella, personas más despiertas que comprendieran la verdadera naturaleza de la supuesta superioridad. La supremacía es inexistente, lo que prima es la pluralidad, la heterogeneidad, el entendimiento.
Y ella, logró saber que las personas nunca son creadas para determinados fines. Lo que con tanto tesón le fue inculcado desde niña, eran simples cuentos fundados por hombres ávidos de poder, hombres que escondían su cobardía detrás de humillaciones y sometimientos volcados en sus propios semejantes.
- No fuiste concebida para proporcionar placer, fuiste creada para vivir como bien te plazca y si vives para el placer, será porque tú lo has decidido así, no porque otros te lo digan. ¿No te das cuenta del poder que tienes? Temen que cabalgues sobre ellos, porque temen tenerte encima. Les infundes terror hasta en la intimidad de una alcoba, apiádate de ellos, su ignorancia les hace ser así……

Esta vez, fue el mismo el que interrumpió la lectura. No sabía muy bien si se sentía decepcionado, avergonzado o las dos cosas a la vez. Decepcionado, pues esperaba quizás una gran escena tórrida en la que el demonio conseguía hacer brillar la cabellera de la pelirroja. Avergonzado, por no ver más allá de sus pantalones y ceñirse a lo que la pelirroja provocaba en él, sin pensar en ella como algo más que una potencial mujer jinete.
“Lo siento pelirroja, he sido igual que esos cobardes ignorantes”.
Cerró el libro, la cubierta rojiza apareció de nuevo, no dejaba de pensar en las extrañas impresiones que aquel texto le provocaba, no ya por las sensaciones en sí, sino por el hecho de ser inducidas por algo inanimado. Aquellos personajes parecían tener vida en su mente, la simpatía que había despertado el Demonio Pacifista, las profundas ganas de proferir un tremendo puñetazo sobre la cara del indecente Adán, y su pelirroja, una mujer, que a través de unas simples páginas escritas había conseguido provocarle un deseo incontrolado. Ella, toda ella.
Mientras todos estos pensamientos se agolpaban en su cabeza, observaba el relieve de la figura pareciéndole más pronunciado, abultado quizás. Su dedo comenzó a deslizarse a través de él, dibujando el contorno de aquella mujer, acariciándola. Algunas desigualdades que antes podrían pasar por imperfecciones de la propia cubierta se convertían en pequeños detalles que remarcaban más aun la silueta. Los tonos rojizos brillaban más, rojos encarnados, rubí, Sangre de Paloma de las minas de Myanmar, como su espesa cabellera, brillantes labios de rubí, como la joya del maestro Dalí, calientes como la llama, labios, cabello, fuego, ardiente.
Sentía un calor intenso, notaba el sudor asomar en su frente. El brillo de la cubierta, más rojo, más intenso, caliente.
Carlos salto de la silla de repente, el dolor era agudo, pero mayor el asombro, la sorpresa, perplejidad. Tenía una pequeña quemadura en su dedo índice.
El corazón casi se salió de su pecho con el repentino sonido del teléfono.
-¿si?
-Cariño, soy yo, tengo que irme a Madrid, perdona por llamarte al trabajo pero cuando salgas probablemente estaré en el aeropuerto embarcando, lo siento, te lo compensaré, ya sabes que debo ir, no puedo negarme.
-Bien, bien, no te preocupes.
-Te llamaré por la noche.
-Vale, buen viaje.
Colgó, la obra continuaba encima de su mesa, se acercó con cierta precaución, la cubierta parecía normal, los brillos comunes de una impresión un tanto adornada, pero nada amenazantes.
“Un libro corriente” pensó “mi mente calenturienta me ha jugado una mala pasada, solo ha sido eso”.
La piel blanca y lisa de su dedo índice lo confirmaba todo. Aunque, la sensación de un calor intenso continuaba en él.

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