Conocí a Damián el tercer año de instituto. Un muchacho jovial de aspecto
agradable.
Se sentaba a mi lado, no junto a mí. Al principio me divirtió bastante el
poder conseguirle, el pasillo entre nuestras mesas, en algunos casos, resultaba
una barrera infranqueable que me hacía fantasear constantemente con la idea de
considerar aquel espacio, como un abismo a cruzar y poder llegar hasta
él, mi futura obra, un reto lo consideré quizás.
Sinceramente, desde el primer momento, supe cuáles eran sus puntos débiles,
aquellos que debería ir destruyendo, para lograr la rotura completa de su alma.
Sencillo, pero no por ello la obra creada fue insignificante o menos bella,
todo lo contrario, de hecho, Damián es uno de mis Muñecos favoritos.
Le perseguía la Ilusión. Donde quiera que fuera Damián, allí estaba su
sombra, la loca soñadora e idealista Ilusión. Corría tras él como un galgo
persiguiendo una liebre, desplegando sus sueños en forma de bandada de
pajaritos revoloteando a su alrededor.
Su carácter extrovertido ayudó en el acercamiento, es más, el mismo, a lo
largo del tiempo, me indicaba como, por donde, y en qué momento, debía ir explorando
para lograr desmenuzar las piezas y así conseguir la fractura final. Me
convertía en un cazador, acechador, que mediante un tiro certero y perfecto,
disparaba contra los pájaros que acompañaban a la Ilusión, con la munición que el
mismo me proporcionaba. Cartuchos saturados con la pólvora de los peros y las inseguridades.
Escuchando atentamente sus anhelos, me mostraba la pieza, el pájaro
contra el que debía cargar, mientras esperaba agazapado y camuflado entre la
maleza el momento perfecto del disparo.
De uno en uno, eso sí, no puedes crear una obra esplendida de un solo
golpe, despacio, sin prisas, sin pausa,
uno tras otro.
Poco a poco la bandada de la Ilusión fue desapareciendo, poco a poco la
soñadora fue perdiendo fuerza y caminaba
cada día más despacio en pos de su elegido.
Durante cuatro años dedique mis esfuerzos en conseguir tallar aquella
figura, largos años en los que fui viendo como mis actos en forma de espátula
moldeadora hacían que la ilusión abandonara a Damián y su alma se rompiera en
pequeños trocitos como sus sueños y deseos.
Damián es hoy un hombre roto, un hombre que estudio algo sin vocación,
casado con una mujer a la que no le une lo más mínimo, excepto una posición
social y en cuya vida no existen aquellos niños que tanto le gustaban, pues se
auto convenció de su incapacidad para tenerlos. Un hombre, que quería ser
escritor, al que sus propias letras infringieron la mayor de sus desgracias,
convirtiéndolo en el hazmerreir de todo un instituto. Un hombre, al que
en ocasiones, cuando se cita con el que sigue considerando su mejor amigo,
tomando alguna cerveza más de la cuenta, se le escapa una pequeña
lágrima, recordando aquellos sueños no cumplidos que se transformaron en
auténticos espejismos.
Y es, en ese preciso instante, cuando la belleza de mi obra alcanza su
plenitud y disfruto frente a ella contemplándola.