miércoles, 30 de marzo de 2011

DIARIOS DE EXPLORADOR 2


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Conocí a Damián el tercer año de instituto. Un muchacho jovial de aspecto agradable.
Se sentaba a mi lado, no junto a mí. Al principio me divirtió bastante el poder conseguirle, el pasillo entre nuestras mesas, en algunos casos, resultaba una barrera infranqueable que me hacía fantasear constantemente con la idea de considerar aquel espacio,   como un abismo a cruzar y poder llegar hasta él, mi futura obra, un reto lo consideré quizás.
Sinceramente, desde el primer momento, supe cuáles eran sus puntos débiles, aquellos que debería ir destruyendo, para lograr la rotura completa de su alma. Sencillo, pero no por ello la obra creada fue insignificante o menos bella, todo lo contrario, de hecho, Damián es uno de mis Muñecos favoritos.
Le perseguía la Ilusión. Donde quiera que fuera Damián, allí estaba su sombra, la loca soñadora e idealista Ilusión. Corría tras él como un galgo persiguiendo una liebre, desplegando sus sueños en forma de bandada de pajaritos revoloteando a su alrededor.
Su carácter extrovertido ayudó en el acercamiento, es más, el mismo, a lo largo del tiempo, me indicaba como, por donde, y en qué momento, debía ir explorando para lograr desmenuzar las piezas y así conseguir la fractura final. Me convertía en un cazador, acechador, que mediante un tiro certero y perfecto, disparaba contra los pájaros que acompañaban a la Ilusión, con la munición que el mismo me proporcionaba. Cartuchos saturados con la pólvora de los peros y las inseguridades.
Escuchando atentamente sus anhelos, me mostraba la pieza, el pájaro contra el que debía cargar, mientras esperaba agazapado y camuflado entre la maleza el momento perfecto del disparo.
De uno en uno, eso sí, no puedes crear una obra esplendida de un solo golpe, despacio, sin prisas,  sin pausa, uno tras otro.
Poco a poco la bandada de la Ilusión fue desapareciendo, poco a poco la soñadora fue perdiendo fuerza  y caminaba cada día más despacio en pos de su elegido.
Durante cuatro años dedique mis esfuerzos en conseguir tallar aquella figura, largos años en los que fui viendo como mis actos en forma de espátula moldeadora hacían que la ilusión abandonara a Damián y su alma se rompiera en pequeños trocitos como sus sueños y deseos.
Damián es hoy un hombre roto, un hombre que estudio algo sin vocación, casado con una mujer a la que no le une lo más mínimo, excepto una posición social y en cuya vida no existen aquellos niños que tanto le gustaban, pues se auto convenció de su incapacidad para tenerlos. Un hombre, que quería ser escritor, al que sus propias letras infringieron la mayor de sus desgracias, convirtiéndolo en el hazmerreir de todo un instituto. Un hombre,  al que  en ocasiones, cuando se cita con el que sigue considerando su mejor amigo, tomando alguna cerveza más de la cuenta, se le escapa  una pequeña  lágrima, recordando aquellos sueños no cumplidos que se transformaron en auténticos espejismos.
Y es, en ese preciso instante, cuando la belleza de mi obra alcanza su plenitud y disfruto frente a ella contemplándola.


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